Por Antonia Orellana Guarello

Periodista, feminista, miembra de la dirección ejecutiva del Movimiento SOL e integrante adjunta de la Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres

El 1 de mayo, el presidente Sebastián Piñera llamó a mejorar la calidad empleo. Radical contradicción si se piensa que tan solo días antes de la conmemoración de un nuevo día de las y los trabajadores, su gobierno anunció cambios a la ya enredada reforma laboral de la ex presidenta Michelle Bachelet: ampliar la llamada “adaptabilidad laboral” a empresas sin sindicatos y trabajadores y trabajadoras no sindicalizados, es decir, a gran parte de la fuerza de trabajo del país.

El anuncio fue especialmente irónico en las vísperas del 1 de mayo, que conmemora la muerte de sindicalistas anarquistas, comunistas y más que luchaban por la jornada laboral de 8 horas. Los pactos de adaptabilidad, aprobados en el artículo 375 de la reforma, permiten que “las partes” (patrón y trabajadores/as) pacten la distribución del tope semanal de 45 horas, teniendo como máximo las 12 horas de trabajo, muy lejos de lo que ya se reclamaba en 1880.

Esto también incluye “trabajadores con responsabilidades familiares”, cuestión no menor si pensamos que en Chile el trabajo doméstico, de crianza y cuidados recae en casi total medida sobre las mujeres. ¿Se imaginan cuántas mujeres, entre la espada y la pared por el cuidado de familiares, o la angustia ante un postnatal precario, pactarán con su empleador para trabajar hasta 12 horas a cambio de uno o dos días en casa?.

El peligro de los pactos se advirtió, sin mucha resonancia, durante la tramitación de la reforma laboral. Pero hay todo un territorio político inexplorado al respecto, ya que muy poco se mencionó el efecto demoledor que ésta y otras normas de la reforma -como la eliminación en la práctica del derecho a huelga de las y los subcontratados- tendrá sobre la ya precaria situación de las mujeres. Esta omisión no es sólo asunto de los sindicatos: en cuanto a los medios de comunicación es evidente.

Entre marzo del 2014, fecha de asunción de la presidenta Michelle Bachelet al cargo, y el 9 de agosto de 2016 33.240 noticias sobre la reforma laboral se publicaron o emitieron en medios nacionales, regionales, digitales, revistas impresas, radios de cobertura nacional y televisión abierta[1]. Tan sólo al introducir “mujeres” en la variable el resultado cambia radicalmente y pasamos a un universo de 5.764 noticias. Es decir, sólo el 17,34% de las noticias emitidas o publicadas sobre la reforma laboral mencionó a las mujeres.

Pese a que la tasa de participación laboral femenina chilena es la más baja de Latinoamérica ello no es excusa para borrar de un plumazo al 48% de un total. ¿Qué ocurre aquí? Nos enfrentamos al ya conocido universal masculino, es decir, la idea de que el conjunto humano es hombre, del que la mujer es una excepción y no parte. Su expresión más evidente se da cuando se dice “las minorías, como las mujeres”. Así, a la hora de hablar de las mujeres trabajadoras, en sindicatos, medios y fuerzas políticas, la tónica es hacerlo sólo con referencia a las cuestiones que llevan el asterisco “de género”. Pero esa no es la realidad. Somos tan parte de la clase trabajadora como cualquiera y es el conjunto del sistema económico el que afecta nuestras vidas.

Sin esa base de entendimiento es difícil que podamos abarcar el problema detrás de un sistema de AFP que entrega pensiones miserables a todos, pero sobre todo a las mujeres, que además en su edad madura llevan en sus espaldas el 86% del cuidado de adultos mayores y familiares enfermos según Senama. O del subcontrato, la precariedad laboral femenina y la brecha salarial, el santo trío que lleva a que hoy un 74 % de las mujeres trabajadoras chilenas gane menos de $350.000 pesos líquidos.

Esta falta de perspectiva o de mera aceptación de que somos la mitad de la población, y, por lo tanto, de la clase, también introduce una posibilidad de división en el ya pequeño mundo de las y los trabajadores organizados en sindicatos y uniones. Dos ejemplos: los planes de incorporación de mujeres en industrias fuertemente masculinizadas tienen un “propósito no declarado”: reducir su capacidad de movilización, porque las mujeres se sindicalizan menos. El motivo de esta situación no se lo preguntan la mayoría de las y los dirigentes sindicales, pero habría que mencionar, al menos, unas cuantas posibilidades.

La primera es la cuestión de la contratación y la mera posibilidad de sindicalizarse, cuestión que está lejos para una gran mayoría de las mujeres que trabajan en condiciones precarias, sin contrato o formalidad alguna. A eso se le suma el riesgo de entrar al sindicato en el contexto en que el 39,4% de las familias que han respondido la ficha Casen muestran una jefa de hogar “unipersonal”, es decir, una mujer que saca adelante una familia (y muchas veces un padre que “abortó”). Perder el trabajo, para las mujeres, puede desencadenar una serie de miserias y es por eso, también, que se sindicalizan menos.

Una segunda situación a examinar es la dinámica excluyente que se da en muchos sindicatos, partiendo desde reuniones en horarios imposibles para una mujer en una cultura que les arroja exclusivamente la responsabilidad de la crianza a la desgastante tarea de validación que significa que tus colegas te traten todo el tiempo como a una pequeña niña caprichosa o una histérica conflictiva dependiendo de la situación.

Esto cuando no se dan situaciones de acoso y discriminación dentro del propio sindicato, cosa que no debiéramos tardar en ver expuesta dado el contexto de mayor visibilización y denuncia de este tipo de agresiones. Ante eso, otra cifra: según la Encuesta Laboral 2012, que consultó a los dirigentes sindicales acerca de una serie de acciones orientadas a representar los intereses de sus afiliados/as, el 71% de los sindicatos consultados respondió que no realizaba ninguna acción, autónoma o en conjunto con la empresa, dirigida específicamente hacia las mujeres trabajadoras. Las directivas sindicales también reconocieron en un 92,1% no realizar nada respecto a denunciar incumplimiento de las leyes de protección a la maternidad, acoso sexual, igualdad de remuneraciones entre hombres y mujeres.

La directa omisión de estas cuestiones, que son extendidas en el país del peor neoliberalismo pero se expresan más agudamente sobre las mujeres, puede ser fuente de discordia para los sindicatos, su legitimidad y posibilidad de crecimiento ante una fuerza laboral femenina cada vez mayor. Callar, omitir, revictimizar y abandonar a las mujeres que denuncian acoso sexual laboral, discriminación o incumplimiento de sus garantías por parte del patrón o de los compañeros de trabajo por el cálculo mezquino de la desactivación de conflictos no sólo es una política que atenta contra los principios solidarios y emancipatorios más básicos del sindicalismo, sino que es una táctica contraproducente para los desafíos gigantes que tienen las y los trabajadores en Chile.

Pensar el mundo del trabajo también es necesario para el movimiento feminista y de mujeres. Sin desmerecer la tremenda labor que se ha hecho y continúa haciendo, hoy varias voces con acceso a los medios -que hablan a nombre de todas nosotras- suelen levantar cuestiones como “el techo de cristal”, la paridad en los directorios y más, lejos de la realidad de la mayoría de las mujeres. La desconexión entre ambos espacios se hizo evidente cuando, para el pasado 8 de marzo, no hubo posibilidad de articular en nuestro país el Paro Internacional de Mujeres en el sentido literal del paro: la huelga. Debido a la falta de sindicalización y articulación entre distintos movimientos sociales con capacidad de parar la producción, la respuesta se redujo a las posibilidades individuales: brazos caídos, vestimenta, conversar con las colegas, sin considerar muchas veces el sindicato como el espacio del que ha surgido la huelga históricamente.  

El anuncio de Piñera para profundizar una reforma ya demoledora para las y los trabajadores como lo fue la de Bachelet, así como la agenda de flexibilización laboral anunciada por su coalición, nos exigen tener una mirada amplia en los dos sentidos. Que, como decía la gringa Kathleen Geier, dejemos de perder el tiempo con el techo de cristal para mirar el suelo lleno de barro en el que la mayoría de las mujeres camina. Que los movimientos de trabajadores entiendan que no hay posibilidades de dar la pelea si no es junto, con y para las mujeres. Durante mucho tiempo se ocupó la mentira de que no trabajábamos, invisibilizando las labores domésticas o el trabajo precario del siglo pasado. Hoy, con casi la mitad de las mujeres insertas de alguna forma en el trabajo productivo, ya no caben más excusas.