El Estadio Nacional fue el centro de tortura más grande del país durante la dictadura civico-militar que se instaló en Chile en 1973 y fue el que concentró mayor cantidad de prisioneras y prisioneros políticos. Se estima que más de 20 mil personas estuvieron detenidas ahí, cientos de ellas fueron mujeres. La cifra oficial de ejecutados políticos, detenidos desaparecidos y víctimas de prisión política y tortura, supera las 40 mil personas. Según el Informe sobre Prisión Política y Tortura (Informe Valech), el Estado reconoce que al menos 3.399 corresponden a mujeres, la mayoría sufrieron violencia sexual.

Todo esto lo sabe una persona que ha trabajado en derechos humanos en Chile. Una persona que ha trabajado en derechos humanos en el país también conoce el largo camino que se ha recorrido para que sólo en algunos casos se logre avanzar en la justicia. Y también sabe que para el funcionamiento de centros de tortura, como el Estadio Nacional, fue necesaria una coordinación permanente, que involucraba a miles de personas. 

Ser médico y director del hospital de campaña del centro de detención y tortura más grande de Chile, donde pasaron miles y miles personas (y de donde muchos nunca volvieron) ES GRAVÍSIMO. Manuel Amor fue condenado por ser cómplice. Dentro de la condena se señala que fue FACILITADOR y que estuvo implicado en el secuestro de Luis Alberto Corvalán Castillo. 

En un país en que hasta el año 2015, según cifras del Ministerio del Interior, sólo existían 344 agentes condenados, de los cuales 163 recibieron presidio efectivo, ¿de qué hablamos cuando hablamos de relativizar violaciones a los derechos humanos? Una cosa es no poner en duda la condena a criminales de lesa humanidad pero también se debe reconocer nuestra historia y las trabas que han existido en la búsqueda de verdad, justicia y reparación; siendo una de esas grandes dificultades el PACTO DE SILENCIO. 

¿Una hija es responsable de los actos de su padre? No. Pero, que una autoridad de un servicio que trabaja por los derechos de las mujeres, diga que le cree a un cómplice de tortura, puede ser una señal suficiente para perder la confianza. 

Es justo y necesario que esta conversación que estamos teniendo como sociedad, más allá de este caso en particular, nos lleve a seguir insistiendo en que se acaben los pactos de silencio y digan DÓNDE ESTÁN.

Solidarizamos con la familia de Luis Alberto Corvalán Castillo y con todas las personas que estos días han sido removidas por las marcas que dejaron las violaciones masivas a los derechos humanos perpetradas entre 1973 y 1989.