Por Paula Nazarit, feminista radical, antropóloga en salud

A nivel mundial, la esterilización quirúrgica es uno de los dos métodos anticonceptivos más utilizados por las mujeres (el otro es el DIU) y en América Latina y El Caribe ocupa el primer lugar (1), pero en Chile la tendencia es contraria y su preferencia viene en descenso en los últimos diez años, ¿a qué se debe esta situación? No se debe a que las mujeres no la pidan, sino a que el estado la niega.

En nuestro país, en teoría cualquier mujer mayor de 18 años en su plena facultad mental puede esterilizarse, sin necesidad de ningún otro requisito, salvo seguir el procedimiento del sistema de salud (lo que no es menor pues ahí está la trampa), está considerado un derecho reproductivo y una más de las alternativas disponibles para regular la fertilidad (Ley 20.418). Sin embargo, la realidad es otra, pues la mayoría de las mujeres que se atienden en la salud pública y desean esterilizarse, quedan en lista de espera por años o desisten, y las que lo logran tuvieron buena suerte, literalmente, o su parto fue cesárea. Esta desatención muchas veces resulta en abortos, embarazos no deseados y en el mejor de los casos, en una prolongación del uso de métodos anticonceptivos (que ya no quieren seguir usando). Y, por el contrario, quienes pueden atenderse en una clínica privada se esterilizan sin ningún problema y sin espera. Se establece así una injusticia social de base en el acceso y un sistema perverso que a través de la modalidad PAD de FONASA (pago “dos por uno”: cesárea + esterilización) incentiva la cesárea.

¿Es la esterilización un buen método de anticoncepción? Desde la perspectiva de las mujeres cuya práctica sexual es heterosexual, pese a que, en efecto, es invasivo pues es una cirugía, ningún otro cumplirá con su deseo, que es “cerrar la fábrica”. Las mujeres que optan por la esterilización son mujeres que ya “han cumplido” con su maternidad, con dos o tres hijas/os y toda una vida de ensayo y error con métodos anticonceptivos, acumulando una sensación de agotamiento y múltiples problemas a su salud. La esterilización les abre otros horizontes donde ellas mismas buscan ser el centro, descubren intereses propios, disfrutan su sexualidad, comienzan a cuidarse.

A partir de esta situación se levantan varias reflexiones. En primer lugar, necesitamos volver a preguntarnos desde el feminismo en qué medida los anticonceptivos contribuyen a procesos de autonomía de las mujeres, tal como se concibió en las décadas de los sesenta y setenta con su aparición masiva, y qué tanto se convierten en uno más de los dispositivos de control del cuerpo y sexualidad de las mujeres, ya que el acceso a ellos está fuertemente tutelado por la institucionalidad médica que, en el caso de la esterilización, se convierte en total dependencia. El discurso biomédico promueve a nombre del desarrollo de la ciencia los métodos reversibles de larga duración y que funcionen con la menor intervención posible de parte de las mujeres (implantes, dispositivos, etc.), profundizando con ello el extrañamiento y alienación de nuestros cuerpos. Por otro lado, la investigación científica, producción y comercialización de los métodos anticonceptivos responde a lógicas de mercado y una ideología patriarcal que carga y responsabiliza únicamente a las mujeres por todo lo que tenga que ver con la fertilidad. De hecho, resulta increíble y ridículo que en pleno siglo XXI aún se esté “probando” un método anticonceptivo masculino. Pero el asunto no termina ahí, quizás no basta con “compartir” la anticoncepción entre mujeres y hombres, como lo ilustra una “anécdota” que ocurrió en la Conferencia Mundial sobre Población en Bucarest en 1974 donde un sector de feministas se opuso a la creación de una píldora anticonceptiva masculina por creer que revertiría el proceso de liberación sexual de las mujeres entregando a los hombres la decisión de cuándo “hacer hijos” (2). El tema de fondo es que la reproducción debe ser producto de una decisión consciente, autónoma y respetada de las mujeres y, a su vez, de una responsabilidad social y compartida.

Otra línea de reflexión es el acceso a la tecnociencia. Actualmente hay un gran debate sobre las tecnologías reproductivas y cómo éstas agudizan desigualdades, lo que se aprecia claramente en cuestiones como la fertilidad asistida, las células madres y el congelamiento de óvulos, el eufemismo de la “maternidad subrogada” y mejor nombrada como vientres de alquiler, entre otras, donde es el cuerpo de las mujeres pobres y migrantes el que se utiliza a beneficio de élites blancas, enriquecidas y misóginas.

En el caso de los métodos anticonceptivos su uso también reproduce desigualdades, ya que las usuarias de la salud pública deben conformarse con la oferta y los tiempos de atención de este sistema, que en general no se ajustan a sus necesidades. Por otra parte, los métodos de mejor calidad, más inocuos y menos invasivos no están al alcance de la mayoría de las mujeres sino sólo de las que pueden pagarlos. Desde algunos sectores del feminismo se aboga por el regreso o recuperación de lo natural de nuestros procesos reproductivos, lo que es en cierta forma necesario ante la excesiva medicalización de procesos fisiológicos normales (no patológicos), pero ello no debería traducirse en la renuncia a los beneficios que nos puede brindar la tecnociencia, más bien, necesitamos apropiarnos de ella preguntándonos ¿a quienes beneficia? ¿Con qué objetivo? desmantelando su carácter neoliberal, colonial y patriarcal, y en cambio, utilizarla en procesos de autonomía y de mejor vida para las mujeres.

Históricamente, cuestiones como el número de hijos o el tamaño ideal de la familia ha sido asunto no sólo demográfico sino que geopolítico. La misma masificación de los métodos anticonceptivos en Chile y América Latina respondió en su momento a la política de seguridad nacional de Estados Unidos. Hoy, en un contexto nacional de baja fecundidad (Tasa Global de Fecundidad Chile 2009: 1,8) se vuelven a levantar discursos alarmistas que hacen responsables una vez más a las mujeres del decrecimiento/crecimiento poblacional. Con el ejemplo de la esterilización en el contexto mayor de los métodos anticonceptivos, vemos cómo desde distintos ámbitos, lo más vulnerado sigue siendo nuestra autodeterminación, ya sea facilitando o negándonos el acceso. Finalmente continúa siendo una decisión que toman otros por nosotras.

Tener la posibilidad como mujeres de decidir si queremos o no parir, no es algo meramente individual como nos han querido convencer, sino profundamente colectivo y social, así lo atestigua nuestra historia de lucha y resistencia con registros de huelga de vientres, como lo fue por ejemplo, la negación de las mujeres negras a embarazarse para que sus hijas/os no nacieran esclavas/os o el llamado anarquista de huelga de vientres a comienzos del siglo XX. Necesitamos volver la mirada hacia la decisión más política y poderosa de todas, que es la reproducción de nuestra especie, porque al final de eso se trata.

  1. Naciones Unidas. (2015). Trend in contraceptive use worldwide.  
  2. Daniela Tonelli Manica. (2009). Contracepção, natureza e cultura: embates e sentidos na etnografia de uma trajetória.