Por Sandra Palestro Contreras, socióloga feminista, integrante de la Coordinación Nacional de la Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres

“II Coloquio en Derechos Humanos e Inmigración, desde la mirada médico social”, realizado en Colegio Médico de La Serena. 18 de octubre de 2019, Coquimbo


Integro la Coordinación Nacional de la Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres desde hace diez años. Este lugar de reflexión y acción me ha permitido saber de la violencia que yo misma he vivido, sin asumirla como tal por estar abocada a otras causas (entre comillas) “más importantes y prioritarias”, y también saber que la violencia es un continuo en la vida de las mujeres, de una u otra manera nos afecta a todas.

Hemos aprendido de la experiencia y de su retroalimentación, de la reflexión colectiva y de la acción conjunta. También hemos compartido la inédita experiencia de horizontalidad en un colectivo humano, plural y diverso a lo largo y ancho del país.

Antes, con familiares y amigas fui descubriendo la asombrosa variedad de especies vivientes y la belleza de la naturaleza en general. Después, el golpe cívico-militar me hizo conocer, como a tantas y tantos, lo que es la crueldad humana, y también supe lo que era el exilio.

Toda la vida estamos conociendo, aprendiendo, paradojalmente in-comprendiendo más el mundo en que vivimos. Pero esto no sucede por el mero transcurso del tiempo, se nutre de las relaciones entre las personas y con las instituciones, de las reflexiones colectivas, de la acción política y del querer saber.

El movimiento de personas en el mundo, que por distintos motivos salen de un territorio para emplazarse en otro, ya sean migrantes, exiliadas, desplazadas, desterradas, llevan consigo sus historias y biografías, todo lo que aprendieron, sus saberes y costumbres. En el país de destino, según de donde provengan y a donde lleguen, generalmente se encuentran segregadas, discriminadas, con trabajos mal remunerados, precarios y a veces indignos. No importan sus historias ni sus biografías.

En Chile, las mujeres inmigrantes, que ya por serlo viven discriminación, señalan tratos  diferenciados de acuerdo a su procedencia geográfica y al color de la piel.

Carmen Sarzosa, del colectivo Warmipura, dice que “la mujer inmigrante peruana en Chile, tiene una categoría más de discriminación y violencia, y podríamos decir que su origen estaría en la historia de la guerra del Pacífico”.[1]

Elisa Niño, mexicana, también de Warmipura, dice que se considera una “migrante privilegiada”, porque ni su nacionalidad ni su tono de piel son discriminados o interpretados como amenaza.[2]

Paola Palacios, colombiana, del colectivo Negrocéntricas, relata: “Nos organizamos porque ser mujer en la sociedad ya es una condición específica; ser mujer inmigrante es una condición doblemente específica; ser una mujer inmigrante negra es una condición triplemente específica”.[3]

Juliette Micolta, colombiana, de Microsesiones Negras, señala que “no es lo mismo la realidad que vive la persona negra colombiana, a la persona negra chilena, a la persona negra haitiana… Todas son súper distintas… Sencillamente, si no te relacionas con esas personas, nunca vas a saber qué falta o cuál es la problemática.[4]

Joane Florvil y Rebeka Pierre, ambas haitianas, sufrieron la máxima violencia, y su muerte es la discriminación más elocuente.

Las mujeres de este país, que ya por serlo vivimos discriminación, tenemos tratos  diferenciados de acuerdo a la especificidad étnica, orientación sexual, ideología política, entre otras.

Nicole Saavedra, fue asesinada en Quillota por ser lesbiana, y Macarena Valdés, activista ambiental, fue asesinada en Panguipulli por defender los bosques nativos, el agua y los territorios de su pueblo. Durante la dictadura cívico-militar 72 mujeres fueron detenidas/desaparecidas, 135 ejecutadas y miles vivimos prisión y tortura por razones político ideológicas. En tres años, hombres han perpetrado 178 femicidios, 22 de ellos (12.4%) han sido contra mujeres inmigrantes.[5] 

Esta es solo una muestra de la diversidad que somos, de la violencia que vivimos y de las distintas manifestaciones de violencia que se van intersectando en sectores específicos de mujeres.

Lo que nos es común, según el enfoque de Derechos Humanos, es que todas nacemos libres e iguales en dignidad y derechos. Esto suena bien, pero hay algo que no cuadra  con la vivencia de las mujeres ni de otros sectores oprimidos.

La doctrina de Derechos Humanos, es sin duda el más importante límite a la arbitrariedad de los Estados frente a las y los ciudadanos, es más, los constituye en garantes de sus derechos. En el primer Artículo, declara que: “Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios; tiene asimismo derecho a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez y otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia por circunstancias independientes de su voluntad”[6].

Sin embargo, la realidad concreta de las personas no tiene correlato con esta declaración. Es cierto, tenemos derecho a un nivel de vida adecuado y suena tan bien que nos hemos apropiado con entusiasmo de sus premisas: ¡tengo derechos y lucho por mis derechos! Desde esa apropiación hacia adelante los reivindicamos concretamente: tengo derecho a la alimentación, al vestido, la vivienda, la salud, la educación… la seguridad social. Pero en ese tránsito, entre demandas y reivindicaciones nos olvidamos que no somos iguales y, peor aún, de las causas de esa desigualdad. Las causas de mi lucha quedaron en las sombras tras el brillo de esta declaración.

Tengo derecho a la alimentación, aunque sea con alimentos donados por quienes los tienen de sobra; tengo derecho al abrigo, aunque sea con ropa usada y desechada en el norte del mundo; tengo derecho a la salud y a la educación aunque sean de segunda clase. Tengo derecho a la seguridad social, aunque sea de miseria, solo con mi ahorro que proviene de un mal salario y una administración abusiva. ¿Tengo derecho a un ambiente limpio? eso habría que preguntarlo en las zonas de sacrificio.

Hasta los derechos son desiguales, porque son ejercidos en la medida de las posibilidades de los Estados. Más bien se han transformado en mecanismos de control y mantenimiento del orden dominante, pues el contraponerles un deber, termina de moldearnos en su aceptación. Tengo derecho a la vivienda, una vivienda social que se llueve en invierno y me asa en verano, pero tengo el deber de cuidarla; tengo derecho a la educación, y aunque las escuelas se caigan a pedazos, las y los profesores sean mal remunerados y estén agobiados, tengo el deber de ser buen estudiante. Los derechos son en sí mismos, no tienen una contracara para su ejercicio.

No es un deber, más bien es una responsabilidad social, que redundaría en otra  matriz cultural. Los derechos se harían carne si fueran respetados en todo el entramado de relaciones sociales: en la casa, en la calle, en los centros educativos y laborales, en las instituciones públicas y privadas. Así aprenderíamos en y desde las prácticas colectivas a respetar los derechos de los demás, sin imposiciones.

En palabras de Maturana: “los discursos sobre los Derechos Humanos, fundados en la justificación racional del respeto a lo humano, serán válidos solamente para aquellos que aceptan a lo humano como central, para los que aceptan a ese otro como miembro de la propia comunidad de uno. Es por eso que los discursos sobre Derechos Humanos, los discursos éticos fundados en la razón, nunca van más allá de quienes los aceptan de partida y no pueden convencer a nadie que no esté ya convencido. Sólo si aceptamos al otro, el otro es visible y tiene presencia”.[7]

El colonialismo se expresa negando la humanidad de otros, agregaría Silvia Rivera: “por eso hoy aparecen figuras desechables sobre las que se actualiza la dinámica colonial”.

En suma, la Declaración no consideró, se sentó sobre la historia de aberraciones  y sus consecuencias, de las mismas élites que siguen dominando: la esclavitud, el colonialismo, la inquisición, las guerras, la depredación de la naturaleza, la violencia hacia las mujeres. Y decretó que todos seríamos iguales en dignidad y derechos.

Chile siempre negó la existencia de población negra,  el colonialismo casi exterminó a la población indígena de América y el mestizaje se fue “blanqueando” con el ideal europeo y de norteamérica.

Como dice Rita Segato, al continente le cuesta hablar del color de la piel y de los trazos físicos de sus mayorías, (el mestizaje), pero“precisamente porque la historia colonial no se ha detenido en momento alguno, es un trazo que nos tiñe a todos. Los habitantes de estos paisajes somos todos no-blancos cuando viajamos al Norte imperial”.

Pero esos trazos no son solo físicos, existe una mentalidad colonial no solo en el Norte imperial. La historia colonial persiste pues se encuentra también en el Sur expoliado, instalada en el imaginario de quienes no aceptan a ese otro racializado en su propia comunidad masculina o a esa “otra” cuya corporalidad es objeto sexualizado; de quienes no aceptan a lo humano como central, sino la acumulación de riquezas a costa de los cuerpos, los territorios y la naturaleza.

Esto nos es común, es lo que nombramos violencia estructural, es decir, “cuando se produce un daño en la satisfacción de las necesidades humanas básicas (supervivencia, bienestar, identidad o libertad) como resultado de los procesos de estratificación social”. Lo que, hoy por hoy, significa abordar “la imbricación entre sistema patriarcal y capitalismo”.[8]

Las mujeres, en toda nuestra diversidad, sabemos de desigualdades e injusticias, pero nunca hemos aceptado ni los roles ni el destino que nos tenían asignados, de ahí tanta violencia.  

Y seguimos aprendiendo, esta vez a desaprender lo aprendido: aquello que nos dijeron que éramos, pasivas, sumisas, sin importancia, sin historicidad; aquello de referenciarnos en los hombres como modelos para la igualdad; aquello de un escalafón en los seres humanos, de acuerdo a la etnia y al color de la piel, en fin, todo aquello que se nos había impregnado en el imaginario.

Y empezamos a aprender de nuevo, más allá de teorizaciones y academias, vamos aprendiendo entre todas lo que pasa en la realidad; lo que hacemos en la cotidianeidad de nuestras vidas; nos vamos apropiando de nuestra politicidad. Como indica Silvia Rivera, “La idea es practicar la descolonización a través del cuerpo y eso no se dice, se hace”.

Referencias

[1] Warmipura/Carmen Sarzosa. “Migración y violencia hacia las mujeres migrantes”. En: El continuo de violencia hacia las mujeres y la creación de nuevos imaginarios. Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres. 2015.

[2] Catalina Arenas. Elisa Niño, integrante de Warmipura: “El patriarcado ha hecho migrar a las mujeres”. Observatorio Género y Equidad, junio 2018.

[3] Paola Palacios es colombiana y afrodescendiente. forma parte del colectivo Negrocéntricas, entrevista en la Radio Juan Gómez Millas.

[4] Felipe Menares. Microsesiones Negras, colectivo de mujeres afro: “Chile tiene una reacción alérgica a la migración negra porque es un país sin identidad” (parte II). El Ciudadano  13/11/2017

[5] Nacionalidades: Boliviana (7); Colombiana (4); Peruana (3); Venezolana (2); Dominicana (2); Haitiana (2); Argentina (1); Inglesa (1). Fuente: Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres.

[6] Naciones Unidas. Declaración Universal de Derechos Humanos. 1948

[7] Humberto Maturana. Emociones y lenguaje en educación y política. Chile, 1992

[8] Elena Aguila. Citado en: Presentación. Violencia estructural y feminismo: apuntes para una discusión. Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres.  2019