“Llegó un momento en que una mujer, haciendo caso omiso a los prejuicios i añejeces i no llevando más armas que su cerebro i su carácter indomable, decidió estudiar injeniería; se presentó a bachillerato, siendo ahí distinguida i continúa ahora como alumna de la Escuela, haciendo así que el año 1913 haga época en la historia de la enseñanza de la mujer en Chile”
Centro de Estudiantes de Ingeniería en revista Enerjía, mayo de 1913.
Relato por Francisca Canales Moreno, Ingeniera Civil Industrial.
Justicia Acuña Mena fue la primera mujer Ingeniera de Chile y Sudamérica. Ingresó a la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Chile el año 1913, 60 años después de su creación y 30 años después que se aprobara por ley la profesionalización de las mujeres en Chile. Su historia es un motivo de orgullo, el recibimiento del Centro de Estudiantes a través de la entonces revista Enerjía no se queda atrás. Beauchef, la Escuela, o InJeniería, como le llamamos los y las alumnas (o ex), es la mejor Escuela de Ingeniería del país. Es motivo de orgullo para quienes pasamos por sus aulas, dueña de una idiosincrasia fuerte y un sentido de pertenencia pocas veces visto.
Hace unos meses, me sentí convocada a participar de la iniciativa Fahrenheit 850, promovida por ex alumnos de Beauchef de distintas generaciones. Los movía el ansia de recopilar historias y relatos de la comunidad. Anécdotas, decían, historias “ardientes”. Así nació “Primera vez”, mi contribución al anecdotario beauchefiano. Un relato que muestra la cara machista y misógina que no queremos de nuestra Escuela. Que vimos, vivimos y no queremos que se repita. Una anécdota que no deja de ser cariñosa a su manera. Fue publicada por un mes, y censurada luego de eso. Motivos alegados de querer buscar “encuentros” y no desencuentros. Inaceptable el blindaje que se le hace después de 20 años a episodios de violencia solapada contra las mujeres.
Justicia abrió un camino que desde entonces muchas mujeres hemos transitado con empeño y perseverancia. El relato de los dolores del camino debe ser abrazado como parte de nuestra historia. Aquí “Primera vez”.
Primera vez
Confieso mi aversión —casi discriminatoria— en contra de la irracionalidad dolosa. Esa premeditada. Cuando una persona racional, en solitario o grupo, decide extraviarse en los compartimientos insensatos de su mente.
Me incorporé a la casta beauchefiana en el año 1998. Tenía pobres nociones de lo que estaba haciendo. El felicitómetro marcaba alto, pero había marcado alto también en el colegio y los puntajes. Difícilmente alguien de 18 años que firma sus contratos de educación superior en Beauchef es ajeno a los éxitos académicos.
Los hechos sucedieron en el segundo o tercer día de clases de primer año. Sé que no ocurrió el primer día, porque me lo salté. Esta repulsión por el desvarío, seguro me atacaría con náuseas al ser víctima del mechoneo, así que inocente, pensé que saltándome el primer día sería suficiente. Cien hombres en mi sección. Diez mujeres a lo sumo. Trataba, sin éxito, de entender esta lógica masculina adolescente; sentía que había salido de un colegio de mujeres para sumergirme, sin oxígeno, en un colegio de hombres.
No alcancé a entender nada. Terminaba una clase, el profesor a cargo, que pocos años más tarde sería decano de la Facultad, sonriente y jocoso, cedía a la presión de otros cien o más jóvenes de segundo año que se agolpaban jadeantes en las puertas de mi sala, la S19. Era la elección de reina.
¿Qué es eso? ¿Reina de qué?
Cuando el futuro decano dejaba a las diez mujeres de la sala a merced del hombre “masa” de la República Independiente de Beauchef, me sentí un poco preocupada. Empecé a asustarme cuando la puerta quedó bloqueada. Los gritos eran de película de terror. Para mí. El terror de la irracionalidad. En mi cabeza y en mi formación no había posibilidades de que me obligaran a hacer algo que no quería hacer. Me acerqué a quien parecía ser el cabecilla de esta indigna toma de sala, para decirle que yo no quería participar, que quería irme, que me dejaran pasar. A esas alturas, las mujeres estábamos ya arrinconadas en el extremo opuesto de la puerta de la sala.
El cabecilla encontró que estaba hablando mucho, me miraba hacia abajo como si fuese una abeja molesta que trata de acceder al compartimiento racional de su mente, que él y su tropa, habían decidido dejar encadenado para usarla en otra ocasión que lo ameritara. La solución fue más fácil: que entre dos me tomaran de los brazos y me subieran a la mesa-escenario.
La tarea era simple. Me daba vuelta hacia la pizarra, me agachaba, sin doblar las rodillas y escribía mi nombre, dejando como protagonista a mi culo frente a la multitud. Lo que siguió es predecible. Me negué, traté de razonar con las dos mujeres de segundo año que me afirmaban desde abajo las rodillas, pero tenían la mirada perdida, presas de un mal que parecía ser legendario. También hice mis intentos con el que, frente a mi negativa y al clamor del público, se subió conmigo a la mesa, me dio vuelta y me agachó. Nada funcionó. Tuve que escribir mi nombre, sin poder creer que estaba entre la élite de los jóvenes más capacitados del país; “mejores”, decían algunos.
Tenía que sentirme halagada, me decían. A las mujeres que no eran del gusto popular las dejaban paradas sobre la mesa, mientras el vulgo giraba para darle la espalda, y gritaban “chao”. Mi culo había pasado la prueba.
Cuando saciaron su gusto me soltaron y, entre dos amigos impotentes frente al gentío, salí de ahí. No pudieron ellos tampoco evitar la cantidad de agarrones y manoseos de los que fui víctima mientras me abría paso hacia la puerta. La banda sonora en mi cabeza era un Silvio Rodríguez, cantando vigorosamente: “Qué dirían las ventanas, su madre y su hermana, y todos los siglos de colonialismo español, que no en balde te han hecho cobarde”. Así reconozco en la historia de mi vida, esta primera vez. La primera vez en que sentí la violencia de género de manera tan patente. La primera vez (y única), en que me vi obligada a hacer algo que no quería.
Con el tiempo me di cuenta de que la misoginia era una institución. El síndrome de Beauchef —como ejemplo— dictaba con una seriedad que parecía haber salido de un libro sagrado escondido en las catacumbas, que todas las mujeres que entrábamos a la Escuela de Injeniería íbamos mejorando nuestro aspecto a ojos de los hombres a medida que pasaban los años. Una cosa de oferta y demanda. Profesores que al enfrentarse con la intensidad de mis opiniones bromeaban sobre el punto en el ciclo menstrual que me encontraba, y un gran etcétera. En los años que estuve en la Escuela encontré personas muy valiosas a las que tampoco les gustaba encarcelar su juicio para dar paso al desvarío. Me encontré con mujeres que no tenían la mirada perdida, sino conectadas y valientes. Tuve muchas experiencias buenas de las que no hago alarde porque sabemos que los beauchefianos ya tenemos un ego impresentable, que no necesita más alimento. Cuando quiero conectar con algún InJeniera/o, no lo hago a través de la comprensión aburrida de bromas de cálculo o funciones biyectivas. A cambio, busco esperanzada la reflexión y el juicio que vi perdidos. Y los encuentro, la mayoría de las veces.
Foto destacada de Asamblea de Mujeres Beauchefianas, tomada en mayo de 2018 durante las movilizaciones estudiantiles feministas.