
La violencia hacia las mujeres no es una excepción, es continua a lo largo de nuestras vidas. Vivimos la desigualdad salarial y previsional. Sabemos de extenuantes jornadas laborales que incluyen el trabajo fuera y dentro del hogar – que se nos achaca como responsabilidad natural. Y en lo cotidiano sabemos de acosos, violaciones y asesinatos. El femicidio, es la cúspide de las violencias que nos afectan, y refleja en plenitud, el sentido de propiedad y sometimiento que vivimos, reflejando el desprecio por la vida de las mujeres y niñas que caracteriza a nuestra sociedad, donde si bien estas situaciones ocurren a diario son invisibilizadas y naturalizadas. Ni nuestros hogares, ni la calle, ni las instituciones educativas son hoy lugares seguros donde refugiarnos. La violencia opera y estalla en la cotidianidad y los agresores pueden convivir en el hogar, la familia, entre nuestros compañeros de estudio, de trabajo o amigos. Todo esto opera bajo un manto de instituciones y medios de comunicación, entre ellos estatales, que permiten la evasión y legitimación de la violencia, creando un marco favorable para su ejercicio.
Hasta ahora la institucionalidad no ha abordado la violencia hacia las mujeres como un tema de interés social y de vulneración de nuestros derechos, por el contrario, se ha mantenido como una agenda sectorial de interés “gremial” y que por lo mismo, permite que permanezca negada e invisible, tomando la apariencia de algo natural o incluso una manifestación del amor romántico y los celos: “quien te quiere te aporrea”. Sin embargo, la violencia hacia las mujeres no es algo excepcional ni sectorial. Frente a este escenario y a corto plazo, se hace indispensable abordarla desde una mirada integral y con visión de estado, según estándares de derechos humanos, que permitan garantizar la obligación de debida diligencia y por sobre todo asegurar mecanismos de coordinación intersectorial que resguarden la efectividad de las medidas de protección, por cuanto un número significativo de mujeres víctimas de femicidio -consumado y frustrado- y otras cuantas que se han suicidado contaban con medidas de protección al momento de la agresión.
Se requiere con urgencia una adecuación institucional, que apunte a la re-tipificación del concepto legal de femicidio- no limitando su perpetración a quien ha sido nuestro cónyuge o conviviente y comprenda en plenitud el odio hacia las mujeres- y adoptar medidas que aseguren contar con operadoras y operadores de justicia capacitados para esta tarea, que no reproduzcan estereotipos y asimetrías. Se requiere avanzar en mecanismos integrales de prevención en el ámbito educacional y estrategias de detección temprana en los servicios públicos, para dar respuesta concreta al imperativo de prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres que constituye una obligación internacional de derechos humanos.
Junto con dicho abordaje imperativo, para que como sociedad no sigamos siendo testigos del aumento de la violencia, desde la lucha feminista debemos avanzar en redes políticas que tensionen el rol del estado subsidiario en Chile- teniendo al Sernameg como uno de sus representantes- que ha sido insuficiente para prevenir, sancionar y erradicar la violencia y que en particular respecto a la violencia intrafamiliar tiene a las trabajadoras de los centros de la mujer y de las casas de acogida, en altos grados de agobio y precarización laboral. Lo meramente punitivo, siendo necesario, no ha disminuido la violencia que vivimos. El reconocimiento al continuo de violencia hacia nuestras vidas es de primer orden: en el trabajo y en los espacios educativos, en la casa y en la calle. No se trata de situaciones aisladas ni excepcionales. Esa es la base de entendimiento común que se amerita para que la violencia y la precariedad dejen de ser la regla general de nuestras vidas. Para todo ello nuestra organización es clave.
