Sandra Palestro,

Socióloga feminista, integrante de la Coordinación Nacional de la Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres. Co-autora de los libros “Nunca más mujeres sin historia. Conversaciones feministas” y “Educación no sexista. Hacia una real transformación”, entre otros, ex-prisionera política del Estado Nacional. Integra diversas organizaciones por la memoria y los derechos humanos

Panel Mujeres y Memoria realizado en la Universidad Alberto Hurtado junto a las expositoras Beatriz Bataszew, Luna Follegati y Fanny Pollarolo

6 de noviembre, 2018


Las memorias, como hecho normal en nuestras vidas, se van configurando con las pequeñas y grandes cosas que hacemos cotidianamente, con los sentimientos y emociones que poseemos como seres humanos, con los sentidos que nos permiten nombrar y comprender nuestra vida y su entorno. Esas memorias se absorben, se relacionan con otras y se integran en una síntesis de nuestras vidas; nos impulsan, nos susurran una pausa, nos hacen reflexionar el rumbo.

Pero hay memorias especiales, que no encuentran un lugar donde ubicarse, el cuerpo se niega a absorberlas, las expulsa en síntomas, porque tienen una parte que no es humanamente comprensible. Ante la pregunta ¿dónde están? o ¿por qué tanta crueldad?, que han tenido como respuesta solo mentiras, infamia, in-justicia cómplice, la memoria no encuentra paz.

A veces queremos olvidar y nos vemos ante el deber de recordar, para dejar en la memoria colectiva que esta sevicia de civiles y militares no se vuelva a repetir. Nos vemos ante el deber de hablar por las y los que no están y representar el horror que motivó su ausencia.

A veces el deber de recordar y representar selecciona los pasajes que se narran, elige las palabras del relato, ecualiza el tono con que se expresan y, todo ello, tan humano, paradójicamente oculta la propia humanidad destrozada o la gran humanidad colectiva que desplegamos entre nosotras en situaciones límite o los profundos debates y  masivas acciones unitarias que realizábamos en las calles.

EL SILENCIO Y LA DENUNCIA

En el Estadio Nacional casi nada hablábamos de la tortura, no había palabras que pronunciar frente al deterioro con que llegábamos. Y el silencio se prolongó por décadas en la mayoría de nosotras. Pasaron 14 años desde que salí del Estadio Nacional para contar lo que había sucedido y lo hice en el diván de la psiquiatra en el Instituto Latinoamericano de Salud Mental y Derechos Humanos, porque mi cuerpo ya no soportaba ese silencio. Tres años demoró mi cerebro en destapar lo que había bloqueado, y ese día, de vuelta a mi casa hundida en el asiento de la micro, levanté la vista y vi el azul del cielo y que los árboles eran verdes.

Cuando hicimos con Edda Gaviola y Eliana Largo la investigación que culminó en el libro “Una historia necesaria”, entrevistamos individual y colectivamente a cientos de mujeres. Nosotras sabíamos que muchas de ellas habían estado presas en distintos lugares del país, pero nadie contó algo sobre la tortura.

Nos hacía sentido, seguramente a todas, que el silencio se debía a la situación de los y las familiares de detenidos desaparecidos; el horror que vivían -y siguen viviendo-  era enorme y que lo nuestro era menor.

Treinta años después del golpe, con el Informe Valech sobre Prisión y Tortura, cuando empezaron a aparecer algunos reportajes en la televisión, vi con espanto que lo mismo nos había pasado a todas. Había un evidente patrón en la tortura, no fueron excesos de algunos como decían.

Entonces me empecé a sentir en un lugar que nos era común; se hizo patente que lo personal es político y me di cuenta de la magnitud y gravedad de ese silencio.

En el libro “Memorias de Ocupación” de la Corporación Humanas y el Instituto de la Mujer encontramos algunas respuestas, explicaciones para el silencio. Decía que no había palabras para nombrar lo siniestro. Efectivamente, nuestros recuerdos eran imágenes que no podíamos nombrar.

Decía  que hablar de esa experiencia no tenía correlato con la escucha, que las personas no querían o no podían escuchar. Efectivamente también era así. Eso lo descubrí haciendo un artículo: recordé que una vez, ya en democracia, estábamos solos con mi papá, y él me preguntó ¿qué te hicieron esos carajos? Yo tomé aire para contarle, pero mi papá se puso rojo, pensé que le iba a pasar algo, y se paró y se fue, no pudo escuchar. Seguramente existen cientos de relatos en los que habla y escucha no tuvieron correlato, por razones desde las más loables hasta las más deleznables, pero cuyo efecto fue el mismo: vaciar de contenido político la agresión sexual.

También en ese libro, don Roberto Garretón  planteó que ni la Comisión Rettig ni la Valech preguntaron sobre violencia sexual en la tortura, no existió la pregunta. Y los relatos que hay son espontáneos y muy pocos.

“Las agresiones sexuales –dice- no se registraron y menos dieron origen a expedientes judiciales; las violaciones simplemente no se registraron porque las víctimas no las denunciaron”. La explicación para ello fue “el silencio natural que produce el pudor de la mujer que se enfrenta a una situación límite”. Luego, Garretón concluye honestamente que: “todos los testimonios que ahora se conocen nos deben hacer reflexionar sobre el por qué supusimos que la chilena podría ser la única dictadura fascista que no habría recurrido a la violación de mujeres y a otras agresiones y aberraciones sexuales”.

Más tarde, supimos que casi todas las mujeres dijeron haber sido objeto de violencia sexual, sin distinción de edades, y 316 dijeron haber sido violadas. 229 mujeres fueron detenidas estando embarazadas, 11 de ellas declararon haber sido violadas. Debido a las torturas sufridas 20 abortaron y 15 tuvieron a sus hijos en presidio. 135 mujeres fueron ejecutadas y 72 mujeres permanecen desaparecidas, 9 de ellas estaban embarazadas.

La “sagrada” maternidad que pregona la derecha, no fue obstáculo para la detención, violación y desaparición de mujeres embarazadas. Muchas le escuchamos decir a los torturadores “hay que matar al bastardo de esta puta”. Nunca se escuchó una condena de las iglesias oficiales ni de la derecha por los abortos provocados en  torturas.

Se empezó a develar el tipo de tortura sufrida por la mayoría de las mujeres detenidas. Se supo que la represión política tuvo el mismo sello de la violencia patriarcal contra las mujeres, que se comete tanto en guerras y dictaduras, como en “tiempos de paz”. Las mujeres sufrieron violación como forma de tortura, así como en tiempos de paz se viola, se agrede, se acosa sexualmente, se controla los cuerpos y las vidas de las mujeres; a muchas se las mata y a todas nos golpea cada femicidio.

LOS PROFUNDOS DEBATES y LA MOVILIZACON CALLEJERA

La solidaridad y cuidados entre nosotras nos permitió sobrevivir a ese desquiciamiento, compartimos los pocos enseres que teníamos, nos apoyábamos como podíamos y establecimos una rudimentaria organización. Hasta “celebrábamos” los cumpleaños con un cocktail de cáscaras de naranja cortadas en trocitos, que incluso resultaba sabroso.

Afuera del Estadio Nacional, miles de mujeres se aglomeraban buscando a sus familiares detenidos, sin obtener respuesta y recibiendo tratos vejatorios. En esas circunstancias se creó la Agrupación de Mujeres Democráticas a fines de septiembre del 73. Su rápida reacción frente a los hechos tuvo como estímulo la solidaridad con otras mujeres y la memoria de sus propias organizaciones durante el gobierno de Salvador Allende.

Esa agrupación fue la primera, luego, la de familiares de detenidos desaparecidos y ejecutados políticos. Simultáneamente, las múltiples organizaciones de mujeres que enfrentaron con creatividad y dignidad el sustento diario; también las sindicalistas del campo y la ciudad, que lideraron los primeros encuentros masivos de mujeres. Asimismo fueron confluyendo desde otras vertientes mujeres que se organizaron por razones éticas, religiosas, ideológicas o políticas para la defensa de los derechos humanos y la recuperación democrática. Muchas ex prisioneras y mujeres que volvían del exilio, nos reincorporamos a la lucha antidictatorial, a esas infatigables jornadas de organización y movilización, en que lográbamos unirnos mujeres de tan distinta procedencia social y tendencias políticas.

Así, desde distintos lugares se fue conformando, recreando, el movimiento de mujeres y el movimiento feminista, y luego, las poderosas articulaciones que se formaron hasta recuperada la democracia, entre ellas el Departamento Femenino de la Coordinadora Nacional Sindical, el Movimiento Pro Emancipación de la Mujer, MEMCH’83 y la Agrupación Mujeres por la Vida. Sabíamos de la capacidad y la fuerza que podíamos generar actuando juntas.

Habíamos construido una marea de mujeres organizadas, activas, autónomas. Muchas develamos allí lo que había tras nuestra realidad secundarizada, esa rebeldía que traíamos de antes, la que nos hacía sospechar que no éramos como decían que éramos. O que lo éramos también, pero no exclusivamente.

¿Dónde estaba el “sexo débil” cuando nos hicimos cargo del mantenimiento familiar, del apoyo a las y los presos políticos, de grandes jornadas de lucha antidictatorial? ¿Dónde quedaba la ternura cuando nos vimos con tanta fortaleza enfrentadas a la represión policial en las manifestaciones callejeras? ¿Dónde estaba la pasividad cuando irrumpimos con múltiples formas creativas de organizarnos y movilizarnos? ¿Dónde quedó el vivir exclusivo para otros cuando nos hicimos a la búsqueda de nuestros cuerpos, de nuestra sexualidad, de nuestros propios deseos?

Hoy creemos que esa fuerza emanaba en parte de la memoria individual y colectiva que la misma represión hacía desplegarse en todas sus dimensiones. Una memoria hecha de exclusiones, negaciones y autonegaciones; también de participación y luchas por cambiar el mundo, particularmente en ese tiempo el régimen de muerte en que vivíamos, y también el destino de subordinación, supuestamente natural, que nos habían inculcado.

“Democracia en el país y en la casa”, fue la consigna del movimiento feminista que sintetizó este proceso y nos hizo sentido a muchas, quizás a todas. En tanto otro proceso surgía con fuerza,  y potenciaba la conexión entre nosotras: fue conocer la historia de las mujeres, recopilada por historiadoras en los años 80´. “Ser política en Chile”, “Queremos votar en las próximas elecciones”, fueron relatos pioneros que nos llevaron a saber de aquellas mujeres que nos antecedieron, que nos pusieron frente a los ojos un espejo para valorar nuestro propio quehacer, nuestra propia existencia colectiva; que nos ayudaron a comprender que no partíamos de cero y que cada generación no inaugura la rebeldía.

YA EN DEMOCRACIA,

cuando pienso en los poderes civilizadores de la memoria, me pregunto ¿qué memoria preservó la humanidad que la aberrante práctica de la esclavitud en la Antigüedad, se reprodujo en la Edad Media y los Tiempos Modernos?, incluso en trabajos esclavizados en la actualidad? o la colonización de América del 1500, que se reprodujo en la colonización de Africa en el 1800 y, ahora cuando escuchamos con estupor que se habla de colonizar el planeta Marte?. O de las guerras, en que pasaron solo 25 años desde la Primera Guerra Mundial para volver a enfrentarse en la Segunda, y desde entonces la cantidad de guerras fratricidas o de dominación que conocemos? O las tropelías de la Inquisición y de la evangelización en el pasado, que resurge esta vez contra una supuesta “ideología de género”? O cuando aún no terminaban de repartir o vender los últimos trozos del muro de Berlín, ya Israel levantaba el muro en Cisjordania, o Trump que en la actualidad elige “el diseño” del muro que levantará en la frontera  con México?

¿Será que en esta civilización no será posible la construcción de una conciencia humana que garantice la no repetición de hechos inhumanos?

Aun así, aunque me abruma la pregunta, pienso –o quiero pensar- que la historia no es circular. No tengo argumentos teóricos para sustentarlo, pero me afirmo en el conocimiento de los caminos que abrieron las mujeres antes en la historia de Chile y el mundo, y en las experiencias que hemos vivido contemporánea y colectivamente desde hace décadas.

Me entra el optimismo cuando las feministas nos vamos encontrando con las y los estudiantes exigiendo educación pública, gratuita y no sexista; con los movimientos de disidencia sexual expresando e interpelando a la sociedad por su diversidad; con las compañeras afrodescendientes visibilizando su existencia negada; con las comunidades regionales que protestan por el abandono, por la contaminación, por el lucro de grandes empresas que coexisten en sus territorios; con el pueblo mapuche en la lucha por su autonomía como nación.

En fin, cuando entendemos que en este camino nos unen causas comunes: contra la violencia patriarcal, la explotación capitalista, la depredación de la naturaleza… entonces nos llega el soplo alentador de que la historia va para adelante.

Finalmente, cuando nos encontramos con las jóvenes que se tomaron universidades y liceos en mayo de este año, que lo hicieron solas o aliadas con jóvenes de la disidencia sexual, el optimismo se reanima. Lo hicieron contra la violencia, el sexismo en la educación y el patriarcado; como movimiento feminista no como movimiento estudiantil, y eso marcó una diferencia. Estas mozas insolentes –como decía Julieta Kirkwood- se tomaron los sacrosantos centros del conocimiento masculino y de paso le enviaron un recado a sus compañeros de ruta.   

Se hicieron visibles para la sociedad. Eso es también lo que sucede cuando conocemos la trayectoria de las mujeres en la historia; al juntarnos a conversar de nuestras vidas, al organizar las múltiples acciones que realizamos, al compartir con otras mujeres nuestra visión de mundo, algo nos va pasando a todas. Empezamos a VER a las mujeres, una memoria de luchas va aflorando y nos damos cuenta que nuestras propias vivencias son parte de la acción política desplegada en todos los tiempos, entonces valoramos lo que hicieron ayer y lo que hacemos hoy; nos integramos a una genealogía de mujeres grandes y nos sentimos orgullosas de serlo.